Curiosidades bélicas: Hombres y armas. Un día de lucha más allá del Rin.
Marzo de 1945. La Segunda Guerra Mundial toca a su fin. No muy lejos de la frontera con Alemania, en un campamento americano emplazado a pocos kilómetros del Rin, los motores de varios carros de combate rugen con estrépito. Monstruos de acero cuya robusta piel de tono verdoso brilla tenue a causa del rocío de la mañana. Son un puñado de tanques Sherman que se preparan para atravesar el caudaloso río germano. Frente a ellos, un espigado soldado imberbe, novato, sostiene en sus manos un subfusil M3 recién estrenado; el uso que le ha dado durante el periodo de instrucción básico apenas le ha pasado factura, pues presenta un estado impecable. A duras penas puede disimular una mirada, curiosa y repleta de fascinación, que recorre de arriba abajo uno de aquellos tanques. Jamás ha entrado en combate. Ni mucho menos ha tenido el privilegio de ver en acción a los populares Sherman.
Recostado sobre la torreta de uno de los Sherman, un desgarbado artillero que ostenta el rango de cabo, curtido por largos años de penalidades en la contienda, calibra con ojo experto el arma que porta su camarada. Al tiempo que hace bailar un palillo entre sus labios, un pequeño trozo de madera que salta con agilidad de una comisura a otra, sopesa en su interior todo cuanto ha escuchado acerca del M3 que porta el joven soldado. Sí, no cabe duda, es el arma del que tanto ha oído hablar.
Los ojos del menudo cabo relampaguean con picardía. Un simple gesto de su cabeza sirve de invitación para que el bisoño soldado se aproxime hacia la bestia de acero que no para de ronronear. Sin pensárselo dos veces, el tripulante de aquel Sherman le ofrece un pitillo; quiere ganarse su confianza.
“Blindados Sherman.”
El recluta lo rechaza, no fuma. No hay tiempo para andarse con rodeos, la hora del avance hacia el Rin se aproxima. Voces apremiantes que emergen de la escotilla así lo confirman.
De súbito, con semblante que refleja un amago de amenaza, el cabo le extiende un arma desgastada por el paso del tiempo. Se trata de un viejo subfusil Thompson, cuya superficie presenta una pátina propia de quien ha dado uso a su “herramienta” de trabajo diaria. Parco, el cabo le ofrece un cambio, pero el soldado, pese a sentirse amilanado por la intensa mirada de su interlocutor, evade con una vana excusa el trueque. Su sargento, piensa para sus adentros, lo mataría por haber abandonado su arma reglamentaria. Frustrado, el cabo escupe a un lado y desaparece en el interior del Sherman, no sin antes echar un fugaz vistazo al reluciente M3.
Pero… ¿Por qué un curtido veterano contempla con tanta curiosidad ese subfusil?
A finales de 1942, su diseñador, Georg Hyde, dejó atrás varios prototipos de subfusiles denominados T-15 y T-20. Los distintos bocetos y planos cobraron vida en las líneas de producción gracias a la ayuda del ingeniero Frederick Sampson. El Ejército de los Estados Unidos, desde el comienzo de la guerra, había empleado el subfusil Thompson, pero resultaba demasiado caro y complejo de producir (casi diez veces más). Pero, con el año 1942 a punto de terminar, el M3 entró en producción de forma masiva.
Subfusil M3, la “engrasadora”.
El M3, al igual que el Sten británico, pretendía ser un subfusil de escaso coste de fabricación y, a su vez, exigiría poco tiempo de trabajo en las líneas de montaje.
Desde que las primeras unidades vieron la luz, los usuarios del M3 repararon en su aspecto tosco, diríase que, visualmente, menos atractivo que el popular Thompson. Ese instrumento de muerte, el M3, fue concebido para ser el sustituto del citado Thompson, el subfusil de apariencia distinguida y esmerada fabricación artesanal.
Réplica del subfusil M3 fabricado por Denix.
Pero, una vez en el campo de pruebas, la recién nacida M3 pronto se reveló como un arma fiable; los resultados en las pruebas de puntería así lo demostraron. Llegó a superar a su predecesora con una ventaja nada desdeñable. Eso sí, se detectó alguna que otra deficiencia, como la problemática con la inserción de los cargadores y los subsiguientes encasquillamientos. A pesar de ello, el M3 prosiguió su camino hacia el frente, el lugar que pronto ocuparía para grabar su nombre en la Historia.
Comparativa entre el M3 y su versión posterior, el M3A1.
Podría decirse que la Thompson era resistente, poderosa y pesada, que requería una fuerte inversión económica y temporal para ser fabricada. En cambio, la M3 era todo lo contrario, resultaba barata, manejable y, según muchos de quienes la emplearon, un arma en la que se podía confiar (aunque también hay quien no comparte este punto de vista). En definitiva, el M3 fue un arma pensada para ser producida a gran escala, en poco tiempo y a un bajo coste.
Unas 640.000 unidades salieron de las cadenas de montaje entre los años 1943 y 1945, inclusive varias decenas de miles de la variante mejorada del M3, la M3A1 (que vio la luz a finales de 1944), cuyo diseño subsanó algunos de los problemas que presentaba su predecesora. Problemas como, entre otros, los disparos accidentales, el cerrojo, la tapa protectora de la recámara y el conjunto del alza y la mira.
Alguien con galones que inducen al respeto e imponen autoridad con apenas posar la mirada sobre ellos, se desgañita para espolear a sus subordinados. Muchos de los veteranos, exhaustos tras largas jornadas de combates a sus espaldas, apenas se inmutan. Solamente se limitan a levantarse al tiempo que, entre dientes, profieren extensas retahílas de maldiciones. Únicamente los novatos obedecen sin cuestionar las órdenes que ya retumban en sus oídos.
Posición antiaérea alemana junto al puente Ludendorff.
En cuestión de minutos, una marea de uniformes que oscilan entre tonalidades verdes y marrones se pone en marcha. Con el sonido de las pisadas como telón de fondo, la masa humana comienza a diseminarse por el paisaje. Cada compañía se dispersa en pelotones según progresa el tenso camino hacia el frente. A su vez, los pelotones de soldados estadounidenses abren la formación en medio de un silencio sepulcral. Tan sólo los Sherman que les siguen de cerca osan perturbar la tensa quietud con su mecánico traqueteo.
Ojos alerta. Oídos al acecho. Cada hombre agudiza los sentidos al máximo. Dedos nerviosos tamborilean sobre las armas que portan. Los más inquietos acarician el gatillo. Muchos agarran con firmeza sus respectivos rifles, otros hacen lo propio con sus carabinas.
Panorámica de Remagen.
Varios de los recién llegados al sector sostienen sus flamantes subfusiles M3. Hay quien, de reojo, con la confianza que otorga el avance en compañía de varios camaradas, escruta el arma de aspecto basto.
Silencio. Palabra que repiten una y otra vez los oficiales y suboficiales que lideran las unidades que se aproximan a un extenso puente sobre el Rin. El puente de Remagen.
Allí, en la ciudad que bañan las aguas del caudaloso río, la destrucción se ha cebado con casi la totalidad de la población. Durante las jornadas previas, varias unidades del IX Ejército norteamericano han entablado duros combates con tropas alemanas para hacerse con el control del puente. Pasarela vital que parte desde Remagen para enlazar con la orilla opuesta, situada a poco más de trescientos metros de distancia. El puente Ludendorff, flanqueado en cada extremo por sendas parejas de torres pétreas de aspecto imponente, acribilladas por la metralla, conduce hacia un túnel. Un túnel del que emerge, a modo de lengua metálica, el trazado ferroviario que comunica con la población.
Los refuerzos, llegados hasta este lugar, deben consolidar el terreno ganado más allá del Rin y, después, progresar hacia el interior de Alemania. El esfuerzo llevado a término con sangre, sudor y lágrimas por los soldados del IX Ejército no puede caer en saco roto.
M26 Pershing en acción cerca de Remagen.
Las tropas de refresco, sumidas en tenso silencio, miran con ojos temblorosos el pintoresco paisaje en el que se halla inmerso Remagen. Los Sherman rugen. Algunos mastodónticos M-26 Pershing, que se han sumado a última hora, ronronean con fuerza al tiempo que progresan hacia el puente. Todos ellos, sin excepción, apuntan sus cañones hacia la orilla opuesta.
Oficiales y tropa protegen el puente. Sus rostros demacrados dan una tétrica bienvenida a los refuerzos. Los primeros apenas se molestan en realizar indicaciones, pues el camino está expedito y no hay alemanes cerca para dar problemas.
Botas y cadenas se encaminan hacia la vía del tren que, elevada sobre un promontorio de tierra y grava, conduce a hombres y máquinas hacia el otro extremo. Cráteres por doquier. La guerra se ha cebado con los alrededores de uno de los últimos puentes que aún se mantiene en pie sobre el Rin.
Sin previo aviso, una sinfonía desgarradora se desata sobre las cabezas y las torretas de las moles de acero. La voz de alarma corre como la pólvora. ¡Es la Luftwaffe, la Fuerza Aérea alemana! Varios cazas a reacción Messerschmitt 262 surcan el cielo a velocidad endiablada.
Ilustración que recoge el ataque aéreo de varios Me-262 al puente de Remagen (créditos de la ilustración a su autor).
Como si de un acto reflejo se tratase, las baterías antiaéreas estadounidenses comienzan a escupir plomo sin contemplación alguna. Ráfagas letales que salpican el firmamento con infinidad de proyectiles asesinos. Los aviones alemanes intentan aproximarse al puente para echarlo abajo. Algo falló en la demolición que debía llevar a término la Wehrmacht el día 7 de Marzo. ¿Sabotaje? ¿Fallo técnico? ¡Qué más da, ya no hay vuelta atrás! Ahora le llega el turno a la otrora poderosa Luftwaffe.
Cientos de soldados corren en desbandada. Los oficiales se desgañitan en un vano intento por poner orden en medio de aquel ruido ensordecedor. Pájaros de muerte sobrevuelan el puente Ludendorff con cargas mortíferas bajo sus alas. Los aparatos germanos, pasada tras pasada, dejan caer sus bombas. Ninguno de ellos logra alcanzar el objetivo. Géiseres de agua y tierra emergen del cauce del río y sus inmediaciones. Algunos de ellos pagan cara la osadía. Las piezas antiaéreas norteamericanas siegan el cielo con potencia abrumadora. Incluso algunos hombres y carros de combate se suman a la defensa y apuntan sus armas hacia la amenaza volante. Más de un Me-262 deja tras de sí una estela de denso humo negro. Otros, menos afortunados, estallan en el aire convertidos en una abrasadora bola de fuego cegadora. Las explosiones son terroríficas.
Nuestro soldado novato, pegado al suelo como una lapa, reza a todas las deidades conocidas tras contemplar la destrucción a su alrededor. Por su parte, los curtidos veteranos, recostados sobre la loma del entramado ferroviario o desde el interior de algún cráter, contemplan con cierta curiosidad el vuelo de los Me-262. Entre bombazos y sacudidas, incluso alguno se atreve a prender un cigarrillo. Con criterio experto, hay quien asegura que el tabaco templa los nervios en semejantes situaciones.
Soldados norteamericanos se encaminan hacia el puente. En primer término un vehículo dotado de arma antiaérea.
¡Adelante, adelante! Se escucha decir en repetidas ocasiones a los oficiales y suboficiales que, en pie, esbozan aspavientos para conducir a sus hombres hacia el puente. En cuestión de minutos, con el cielo ya casi despejado de presencia enemiga, hombres y blindados irrumpen en la majestuosa pasarela.
Con el M3 aferrado entre sus manos, todavía con la recámara cubierta por la tapa que al mismo tiempo hace las veces de seguro, el bisoño soldado corre junto al resto de su pelotón a lo largo del puente. A sus espaldas, el Sherman del aguerrido artillero sigue sus pasos a buen ritmo. La orden es clara. Hay que cruzar el Rin a toda costa. Cuantos más hombres y vehículos mejor. La cercana línea del frente precisa refuerzos de forma urgente. Hasta las tropas auxiliares han sido requeridas para tomar parte en la lucha.
Nuevas explosiones sacuden todo a su alrededor. Es la artillería de largo alcance alemana, que trata por todos los medios de derrumbar el puente para evitar que el enemigo se infiltre en terreno propio. El Alto Mando alemán sabe que si los americanos consiguen cruzar el Rin y logran desplegar varias divisiones más allá del río, la guerra estará irremediablemente perdida.
Jadeando y con el corazón a punto de colapsar por el esfuerzo y los nervios, el soldado novato pone un pie en el otro extremo del puente. Allí, incontables cráteres le dan siniestra bienvenida. La lucha entre sus camaradas y los alemanes, días atrás, ha debido ser terrible. Así lo atestigua el terreno, removido, regado con sangre. Las torres, aún en pie, se muestran demacradas, ennegrecidas, salpicadas de esquirlas metálicas y centenares de balazos. Tras dar amplias zancadas, sofocado y con el cuerpo estremecido, por fin se desliza en el interior del puente.
Ilustración que recrea la fiereza de los combates durante la toma del puente de Remagen (créditos de la ilustración a su autor).
Una vez allí dentro, al amparo de la consistente estructura, la penumbra envuelve a aquel muchacho cuyos ojos parecen estar a punto de abandonar sus cuencas de un salto. La escasa luz que osa penetrar apenas sirve para iluminar la miseria que se esparce a lo largo y ancho de la vía que atraviesa la colina bajo la que se encuentra. Maletas, ropa, uniformes abandonados e incontables enseres personales decoran de un modo desolador aquella vía. ¿A esto se resume la guerra? Se pregunta el imberbe soldado.
Con la mirada clavada en una guerrera enemiga que reposa sobre uno de los raíles, trata de imaginarse cómo será un soldado alemán. Decenas de preguntas asaltan su mente. ¿Veré alguno pronto? Llegado el caso, ¿tendré el valor de disparar mi arma? ¿Por qué demonios estoy aquí? Pese al estruendo que llega a sus oídos desde el exterior, un inoportuno tintineo metálico logra despertarlo de su ensoñación.
Vista desde el interior del túnel al que conduce el puente Ludendorff.
Es su M3, que responde a los temblores de sus manos. Movimientos espasmódicos incontrolables. El miedo le acaba de jugar una mala pasada… ¿Qué hubiese sido de él, apenas unos días atrás, cuando decenas de compañeros de armas lucharon y murieron durante la toma al asalto de aquel puente?
Casi un mes después de su estreno en la contienda mundial, el soldado, ya no tan bisoño, camina junto a su pelotón, todos ellos acompañados por un renqueante Sherman, donde el veterano cabo artillero asoma por la torreta con su inseparable palillo. Ambos entrecruzan una mirada silenciosa. Conocen su significado. Sobran las palabras. Nada más negar con la cabeza, el joven soldado, cuyo rostro parece haber envejecido varios años tras experimentar en sus carnes un mes de guerra, esboza una sonrisa pícara. No. No quiere intercambiar su M3 por la vieja Thompson que aún le ofrece el tanquista. Mucho menos desde que tuvo ocasión de probarla en combate semanas atrás.
En medio de la nada, después de alcanzar la base de una colina junto a una sinuosa carretera, el sargento al mando del pelotón ordena el alto. Alguien debe subir allí arriba para ver qué hay más allá. El suboficial no las tiene todas consigo. Consulta un mapa raído con el ceño fruncido. Sospecha que el enemigo puede ocultarse en una villa emplazada al otro lado de la colina.
Dos voluntarios trepan hasta la cumbre. Dos cascos asoman con discreción en la cima del promontorio. Son el soldado bisoño y el cabo artillero. Uno entorna los ojos. El otro emplea unos prismáticos para otear el horizonte.
Soldado norteamericano con un M3.
A lo lejos, ambos distinguen un pequeño pueblo donde no hay amenaza aparente. Reculan unos metros como lo harían dos serpientes para, poco después, descender a la carrera desde lo alto de aquella colina alfombrada, mullida, donde una hierba de color verde claro desprende cierto aroma, agradable y sedoso, que impregna la soleada mañana.
Orden de avance. Infantería desplegada en cuña. El carro de combate progresa por la carretera con los soldados situados a ambos flancos. Rostros tensos. La situación así lo requiere. Pasos cautos. Las casas pronto se dibujan con nitidez en las retinas de los soldados. No se distingue un alma. Ventanas abiertas. Cortinas blanquecinas ondean al ritmo que marca la suave brisa primaveral. Apenas trescientos metros separan al blindado y el pelotón que avanza a su lado.
De repente, siluetas fantasmales corren al encuentro de los soldados norteamericanos. Se trata de un puñado de civiles que huyen despavoridos. No quieren sucumbir en medio de la refriega que se avecina. Como truenos siniestros, varios disparos desgarran la quietud que hasta hace bien poco reinaba en aquel valle soleado. Un anciano que a duras penas caminaba hacia los soldados se desploma con los ojos abiertos como platos. El suboficial estadounidense azuza a sus hombres. Nadie puede quedarse ahí parado.
Puente Ludendorff tras su colapso a mediados de Marzo de 1945.
El Sherman no lo duda y dispara sus armas contra una de las casas emplazadas al borde del pueblo. Los relámpagos que destellaban bajo el marco de una ventana desaparecen en el acto tras recibir la violenta visita de un obús del carro de combate.
El eco de la explosión resuena como un mazazo en todo el valle.
¡Adelante, adelante! Exclama el sargento a sus hombres. También pide a gritos a los civiles que se aparten de la carretera. De su garganta brotan palabras en un alemán defectuoso que sirven de sobra para hacerse entender.
El joven soldado, en compañía de su pelotón, con el suboficial al frente, corre como alma que lleva el diablo hacia los arrabales del pueblo. Las balas germanas silban sobre su cabeza. También las del Sherman, que cubre desde la retaguardia el avance, sisean muerte en su camino hacia las posiciones desde las que asoman rifles enemigos.
Respiraciones entrecortadas y jadeos se entremezclan cuando el pelotón americano alcanza la primera hilera de casas. Llamas y humo negro por todas partes. Un nuevo obús vomitado por el cañón del Sherman ha destrozado el tejado de una vivienda cercana. Se escuchan voces en alemán. Algunas se presumen propias de adolescentes.
¡Dos grupos! ¡Avancen por ambos extremos! ¡Fuego a discreción! Ordena el suboficial norteamericano al tiempo que hace indicaciones frenéticas con la mano. También el blindado acude a su llamada, con su ametralladora y su cañón repartiendo plomo y muerte allí donde apunta.
Soldados del Ejército de los EE.UU. progresan hacia el puente.
Tras comprobar que el seguro está retirado, el soldado bisoño monta su M3 y lo deja listo para abrir fuego. Junto con sus compañeros de grupo, progresa pegado a los muros que delimitan varias fincas. Ojos alerta. Respiración agitada. Los disparos enemigos cada vez resuenan más cerca. Alguien delata la posición de varios alemanes. La respuesta es inmediata. Las ráfagas de los subfusiles restallan. Acto seguido, varios hombres caen de bruces en el suelo acribillados por la espalda. Solamente una pareja ha sobrevivido gracias a que han logrado entrar a tiempo en el interior de una casa. Hora de recargar.
El Sherman, que progresa por la calle central, desata un vendaval de destrucción allí por donde pasa. Un inesperado silbido hiriente corta el aire. ¡Es un Panzerfaust! El proyectil antitanque revienta junto a las cadenas de la mole de acero. Por suerte no lo ha acertado de lleno. Se escuchan maldiciones en el interior del Sherman. No tienen a tiro el sótano desde el que han disparado el Panzerfaust.
Como un rayo, el joven soldado corre hacia la casa desde la que ha visto salir el letal proyectil antitanque. Su estela asesina resulta demasiado delatora. Sus compañeros le advierten del peligro. Se encuentra solo en medio de la arteria principal del pueblo. Algunos camaradas disparan hacia las ventanas desde las que soldados enemigos podrían dispararle. Pese a haber experimentado alguna baja, el abrumador avance del pelotón norteamericano, apoyado por el Sherman, continúa su camino hacia el centro de la villa.
Una de las calles de Remagen.
Junto al marco de la puerta de entrada a una pintoresca vivienda de dos plantas y un sótano cuyas minúsculas ventanas miran hacia la carretera, el joven soldado, con la espalda pegada al muro, resopla a causa del esfuerzo realizado.
Ya recuperado, se gira sobre sus talones y propina una brutal patada a la puerta. El tiempo parece detenerse ante sus ojos. Incluso el estruendo de los disparos parece esfumarse. Con el M3 aferrado entre sus manos y el dedo pegado al gatillo, se adentra en la casa. La madera cruje bajo sus pies. Los ojos del soldado escrutan cada esquina del recibidor. Silencio. El rugido del combate llega amortiguado desde el exterior. De súbito, algo llama su atención.
El cañón de su M3 apunta hacia el fondo de la planta baja. Allí, unos pasos sigilosos se hacen notar. Alguien sube desde el sótano. El joven soldado ajusta la culata desplegable contra su hombro y posa la mejilla sobre el arma. Enfila el lugar desde el que proceden aquellos pasos a través de la mira del M3. El cargador de diseño recto, con sus treinta cartuchos, parece estar a punto de dejar salir uno tras otro la carga mortífera. Su propietario bien sabe que vaciarlo del tirón apenas conlleva unos segundos y que, además, el arma se comportará bien, pues es muy manejable dada la baja cadencia de disparo de la misma.
Como un jarro de agua fría, lo que se presenta ante sus ojos deja completamente absorto al norteamericano. Su dedo se relaja y se distancia del gatillo unos milímetros. Un niño pecoso, de pelo rubio y ojos verdosos, se acaba de presentar ante él con un Panzerfaust en una mano y una pistola Luger en la otra. El crío, que apenas contará catorce años, frena en seco su caminar. Los dos, uno frente al otro, se observan con miradas que denotan terror, curiosidad y respeto a la situación. Silencio apabullante en medio de una tensión insoportable.
Una brutal explosión sacude la vivienda de arriba abajo. Ambos miran hacia el exterior en busca de una respuesta. Sin duda, algún cañón alemán ha errado el tiro, pues el Sherman se halla demasiado cerca de la puerta principal y el rugido de su motor, aún en plena forma, anuncia su presencia.
Mapa de situación de Remagen y el puente Ludendorff.
Como activados por un resorte, soldado y niño vuelven la cabeza al frente para entrecruzar sus miradas, eléctricas, justo antes de que un único disparo restalle con vigor. Un cuerpo se desploma. Silencio durante unos segundos. Quietud que únicamente es destrozada por el sonido de unos pasos apresurados que se alejan arropados por el olor a pólvora que impregna el ambiente. Poco después, el silencio regresa al amplio recibidor… Y también la calma consigue envolver el pueblo como lo hacía antes de la batalla.
Justo entonces, la puerta principal de aquella casa se abre de par en par. Bajo el marco de la misma, con la luz a sus espaldas, la silueta del artillero del Sherman se recorta en la claridad. Una mueca de desaprobación aflora en su rostro. Camina con cautela al tiempo que mira de reojo a todas partes. La veteranía le impulsa a actuar como un autómata. Su mirada se posa sobre un único casquillo que reclama atención con su metálico brillo siniestro. Un cadáver yace no muy lejos de él…
El adiestramiento de un niño soldado.
—Amigo, fuiste demasiado impulsivo —lamenta el artillero al tiempo que, entre sus labios resecos, juega con su inseparable palillo—. Déjame, yo cuidaré de ella como se merece… —susurra al oído de su camarada muerto, recostado sobre un enorme charco de sangre que brota de su cuello, donde un orificio de bala evidencia una muerte rápida y agónica, justo antes de arrebatarle su M3, tendida a su lado.
Junto a los restos mortales del soldado estadounidense, un joven conductor de camión lanzado a la batalla por las apremiantes exigencias del frente, ahora reposa la Thompson de su pícaro camarada. El artillero del Sherman, con su nueva M3 en su poder, además de varios cargadores arrebatados al cadáver, dedica una última mirada a su compañero de armas.
Una placa conmemorativa recuerda a los que participaron en la lucha por el puente de Remagen.
—Así es la guerra, amigo. En la vida y en la muerte, lo tuyo es mío y lo mío es tuyo. Descansa en paz camarada —suspira justo antes de regresar a su Sherman, inmóvil en medio de la calle principal con una de sus cadenas desparramada por el empedrado.
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Un artículo de nuestro bloguero invitado: Daniel Ortega del Pozo.