Curiosidades bélicas: Combate a vida o muerte en el Reichstag.
Berlín, últimos días de Abril de 1945. El Tercer Reich agoniza. También lo hace uno de sus edificios más simbólicos: el Reichstag. La capital de Alemania, cercada por el Ejército Rojo, se presenta como un escenario de pesadilla. Estampa apocalíptica, infernal, donde el fuego y la destrucción campan a sus anchas. Colosales columnas de humo brotan allí donde los incendios aún consumen lo poco que queda por arder en Berlín.
Sobre la ciudad, el cielo plomizo llora una fina capa de lluvia, demasiado fría pese a ser primavera… Pero es Berlín, una urbe donde la climatología no concede tregua. Tampoco la artillería soviética. Desde hace unos días, las piezas de largo alcance han castigado a placer el centro de la ciudad. No importa el lugar donde se pose la mirada, la granizada de obuses rusos ha reventado casi todo lo que restaba en pie. Los otrora vistosos edificios del sector gubernamental berlinés ahora son montoneras de escombros informes. Fachadas que flirtean con la gravedad parecen seguir con miradas huecas a los soldados y civiles que se atreven a surcar el mar de ruinas en que se ha convertido la capital germana.
Berlín, ciudad fantasmal, azotada por la guerra.
La infantería y los blindados del Ejército Rojo, desde el día 25, acechan los arrabales de Berlín. Jornadas atrás, durante la batalla de las colinas de Seelow (16 al 18 de Abril), la penúltima gran batalla del frente ruso, diezmadas unidades de soldados alemanes se han visto obligadas a retroceder hasta la capital del Reich. Berlín, ahora denominada “fortaleza”, será el escenario donde se producirá la última batalla entre soviéticos y alemanes.
En Seelow las bajas para ambos bandos han sido espantosas. Ninguno de los contendientes se atreve a arrojar cifras exactas, pero la Historia siempre cuenta con paciencia infinita y, a fecha actual, se calcula que en Seelow las pérdidas humanas, entre muertos y heridos, oscilan entre los treinta y los cincuenta mil efectivos… En apenas 72 horas de lucha.
Preparación artillera del Ejército Rojo en las colinas de Seelow, al este de Berlín.
En las postrimerías del mes de Abril, la última línea defensiva de la Wehrmacht ha tenido que recular hasta Berlín para, en un esfuerzo final, intentar contener la acometida soviética. Muchos soldados alemanes han llegado exhaustos a la ciudad. Apenas cuentan con víveres, agua o munición. Los voluntarios extranjeros que los han acompañado en su retirada, más o menos organizada, tampoco corren mejor suerte. Entre las ruinas o en lúgubres sótanos, surgen conversaciones entre alemanes de la Wehrmacht y soldados de las Waffen SS procedentes de media Europa. Castigadas unidades de franceses, belgas, daneses, letones…, incluso un puñado de españoles, aguardan la ofensiva final. Gargantas resecas evocan tiempos mejores. Agua… Un bien escaso por el que matar o morir.
También muchachos de las Juventudes Hitlerianas, algunos apenas son niños que juegan a ser soldados, comparten los tensos momentos de espera en compañía de curtidos veteranos que les miran con compasión. Vaticinan su predecible final en silencio. Saben lo que implica la guerra. Junto a ellos, algunos hombres de edad respetable, incluso ancianos que han experimentado en sus carnes la Gran Guerra, contemplan con ojos desorbitados los resultados de la artillería enemiga. ¿Cuándo llegará el ataque? Esa pregunta corroe las entrañas de todos ellos. Nervios a flor de piel.
Hombres reclutados a última hora, armados con Panzerfaust, engrosan las filas de la Volkssturm.
Durante las primeras horas y días de la batalla de Berlín, los carros soviéticos han lanzado ataques de sondeo en los barrios periféricos. Sin dar crédito a la furiosa resistencia que ofrecen los apenas 90.000 defensores (únicamente la mitad son soldados), la infantería del Ejército Rojo ha contemplado cómo decenas de los blindados a los que escoltan han sucumbido bajo una demoledora lluvia de fuego. El Panzerfaust, arma antitanque empleada con maestría por los obstinados defensores, se ha revelado como una solución simple y efectiva con la que contener la ofensiva enemiga en algunos sectores de la ciudad. Las ametralladoras MG-42, los fusiles de asalto StG-44 y las granadas de mano tampoco se han quedado atrás, pues su potencia, más que contrastada, también sirve para repeler los ataques enemigos.
Algunos de esos soldados alemanes, también varios voluntarios de las Waffen SS, llevan consigo un arma de largo recorrido en la contienda. Se trata de un subfusil denominado MP-40 (Maschinenpistole 40) de fabricación germana, todavía un símbolo del poder armamentístico del Tercer Reich, a punto de sucumbir en cuestión de horas, tal vez días. Sus portadores, muchos de ellos curtidos veteranos, conocen a la perfección su funcionamiento, para nada complejo.
Soldado alemán con una MP-40 durante la ya lejana batalla de Stalingrado.
En 1938 Heinrich Vollmer diseñó un arma que pasaría a la Historia. Si bien a finales de la Primera Guerra Mundial los propios infantes alemanes se sirvieron de subfusiles del tipo MP-18 durante los últimos compases de la contienda para asaltar y limpiar trincheras enemigas con relativa facilidad, no fue hasta la década de los treinta cuando esta clase de armas conoció tiempos propicios para un mejor desarrollo y producción a gran escala.
La anterior contienda mundial había demostrado la inutilidad de la guerra estática en favor de una guerra de movimientos donde lo que primaba era sobrepasar al enemigo, rodearlo y aniquilarlo sin contemplaciones. También, la Gran Guerra y conflictos posteriores, habían dejado patente la importancia del empleo de armas con mayor cadencia de disparo que los viejos fusiles de cerrojo en favor de las automáticas, como las ametralladoras y los primeros subfusiles.
Tal es así que las naciones no tardaron en comenzar a desarrollar y producir este tipo de instrumentos de muerte en una frenética carrera por superar a sus competidores. Vollmer y otros fabricantes, en aquellos años treinta, soñaban con patentar el arma perfecta. Pero, como suele suceder en ingeniería, para llegar a un diseño final siempre hay que pasar por distintas fases que implican esfuerzo y tiempo. Ese fue el caso de la MP-40, un arma que alcanzó su mayor grado de perfeccionamiento en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial. Varios modelos la precedieron, como el MP-38, superior en costes a nivel de materiales que el MP-40, además de ser más complicado de producir en cantidades masivas.
MP-38. Modelo predecesor del subfusil MP-40.
Una serie de decisiones condujeron a que el modelo MP-40 prevaleciese respecto a los anteriores, entre ellas la sustitución de partes fabricadas de un modo “artesanal” mediante el empleo de tornos y fresadoras en favor de piezas prefabricadas en acero, mucho más fáciles de ensamblar y ajustar, por no hablar de la reducción en tiempos de trabajo invertido por los operarios en las cadenas de montaje.
El MP-40, con la guerra ya en curso, se reveló como un arma fundamental para el desarrollo de la Blitzkrieg (guerra relámpago alemana), que demandaba este tipo de subfusiles para su infantería y tropas acorazadas.
A modo de apunte estadístico cabe citar que, al final de la Segunda Guerra Mundial, se contabilizó la producción de más de un millón de unidades. Si bien el MP-40 en líneas generales cumplió con las expectativas y fue fiable para quienes la utilizaron, no hay que dejar pasar por alto que también contó con algunas desventajas respecto a otras armas similares fabricadas por algunas de las potencias que participaron en la contienda. La Thomson americana, la legendaria PPSh-41 rusa, el Sten Mark II británico e incluso el Suomi KP/-31 finlandés presentaron, como no podía ser, sus luces y sombras una vez fueron puestas a prueba en el campo de batalla.
Réplica Denix del MP-40.
Königsplatz, la espaciosa plaza tendida a los pies del Reichstag, bien podría compararse con el paisaje lunar aquella mañana del 30 de Abril de 1945. Mutilada por infinidad de cráteres, además de una gran zanja antitanque inundada de agua que atraviesa casi toda su extensión de norte a sur, la plaza está a punto de albergar uno de los episodios más dramáticos en la batalla de Berlín.
La jornada anterior, la infantería soviética, apoyada de cerca por numerosos carros de combate, ha logrado hacerse con el control de varios edificios en el simbólico recinto. Königsplatz, emplazada justo en medio del barrio diplomático de Berlín, apenas resulta reconocible. Todos los edificios que la rodean, sin excepción, han sido masacrados por la artillería y los bombardeos. El Ejército Rojo no está dispuesto a perder más carros y hombres de lo estrictamente necesario. La toma del cercano puente Moltke, e incluso el Ministerio del Interior, en cuyo interior aún resuenan los disparos de los últimos defensores alemanes, ha supuesto una hemorragia de bajas para el Alto Mando soviético. Ha llegado la hora de asestar el golpe definitivo…
Vista aérea de Königsplatz con el Reichstag a la derecha.
Agazapados dentro de los cráteres que pueblan Königsplatz, los soldados alemanes aguardan el asalto soviético. Con las primeras luces del día, acompañados por una lluvia que no deja de caer del cielo grisáceo, manos nerviosas palpan las armas con las que en cuestión de minutos habrán de enfrentarse a la apisonadora rusa. Las MP-40, desgastadas por el paso del tiempo, parecen haber perdido el brillo que las acompañó durante sus primeros días de vida.
Los aguerridos soldados contemplan la pátina que decora su superficie metálica, como si fuera una merecida condecoración tras haber aguantado firme el paso del tiempo en el frente, en compañía de sus amos, fieles hasta el final.
Mientras unos comprueban que el mecanismo de disparo funciona correctamente, otros se aprestan a introducir munición en los cargadores. Cada uno de ellos, con capacidad para treinta y dos cartuchos, supone un salvavidas llegado el momento decisivo. Los más veteranos saben que, para evitar problemas con el arma, resulta más conveniente insertar treinta, pues algún camarada, traicionado por el caprichoso sistema de alimentación del arma, ya no se encuentra entre los vivos.
Unos cinco mil hombres, distribuidos en el sector del Reichstag, escuchan la aterradora sinfonía que emerge al otro lado del río Spree. Sobre el caudaloso cauce, el puente Moltke, escenario de dramáticos combates horas atrás, se erige como una pasarela vital para las compañías de blindados rusos. El rugido de sus motores llega a oídos de los defensores alemanes. Pronto, las siluetas de los T-34 soviéticos se dibujan en la calle que, desde el puente, conduce a Königsplatz. Entre el humo y el polvo en suspensión que inunda la capital, las moles de acero se aceran a paso lento, cautelosos, pues las tripulaciones han aprendido que precipitarse en las calles de Berlín supone morir antes de tiempo.
Dos soldados comparten tabaco antes del inminente combate (izda. una MP-40).
De pronto, varias estelas de muerte se dibujan en el aire. Son los Panzerfaust germanos que vuelan al encuentro de los tanques enemigos. No tarda en escucharse una andanada de explosiones. Algún alemán, emplazando en posiciones de vanguardia, ha acertado de lleno sobre su objetivo. Las llamas devoran aquellos carros de combate alcanzados por los proyectiles de carga hueca capaces de destrozar las bestias de acero como si de un juguete de hojalata se tratase. Los vítores iniciales se entremezclan con los lamentos de los heridos, pues al retroceder hacia el Reichstag, los osados cazadores de carros caen bajo el fuego ruso, implacable, avasallador.
Más y más tanques se abren paso camino del Reichstag pese al intenso fuego alemán. Nutridos grupos de infantería escoltan a esa especie de monstruos mastodónticos que no dejan de hacer rugir sus potentes cañones. El suelo retumba. Parece resquebrajarse en dos. Son los T-34 y los poderosos KV-1 que, a un paso de la victoria, irrumpen con violencia en Königsplatz.
Puente Moltke.
Llega el turno del combate cuerpo a cuerpo. Con la infantería soviética ya en la plaza, los alemanes emergen de sus respectivos cráteres o asoman tras los parapetos para apuntar sus armas hacia la marea de color pardo. Centenares de soldados rusos disparan sus armas al bulto, desde la cadera, pues se saben superiores en número a los exhaustos defensores. Sobre sus cabezas pasan decenas de obuses escupidos por la artillería y los tanques. No dudan en arrojar un vendaval de acero y destrucción para proteger a sus camaradas.
Los infantes de la Wehrmacht y de las Waffen SS disparan sus armas para tratar de repeler las oleadas enemigas. Numerosas MP-40 entonan su cántico de muerte a coro. Quienes las manejan con destreza vacían un cargador tras otro. Con el dedo pegado al gatillo, la treintena de cartuchos apenas dura cinco segundos en su interior. Pronto se escuchan las peticiones habituales. Heridos y tiradores, indemnes de milagro, reclaman asistencia y munición respectivamente. Las primeras líneas de trincheras caen en poder soviético no sin antes pagar un alto precio en vidas humanas; por no citar las pérdidas de blindados, terroríficas.
Bajo la misma fachada del Reichstag, los desesperados defensores, con el dedo soldado a los gatillos de sus MP-40, rocían con plomo a diestro y siniestro. Frente a ellos, los soldados del Ejército Rojo se desploman como si fuesen bolos. Tras los muros del edificio gubernamental, más infantes alemanes disparan sus Kar-98 y los modernos StG-44 en un intento suicida por contener la posición.
En otros sectores de la ciudad, las secuelas de los combates resultan desoladoras.
Bajo sus pies, los sótanos del Reichstag apestan a muerte. Atestadas de heridos, sin apenas luz como para practicar los primeros auxilios a quienes llegan triturados tras pasar por el campo de batalla, y mucho menos como para llevar a término una intervención quirúrgica, las entrañas del ciclópeo edificio mutilado por la artillería se han convertido en una auténtica carnicería. Ni siquiera la penumbra que allí abajo reina es capaz de ocultar la desgarradora escena que contemplan decenas de hombres, unos dispuestos a luchar hasta el final, otros a punto de enloquecer.
Con el paso de las horas la batalla se recrudece hasta límites insospechados. Incluso se solicita a la torre antiaérea del zoo que barra con sus potentes cañones toda la extensión de Königsplatz. La demanda es escuchada. Pronto se hace presente el silbido ensordecedor de los obuses de gran calibre que se aproximan a velocidad endiablada desde el extremo occidental del cercano parque de Tiergarten. Géiseres de tierra, capaces de ocultar un edificio, brotan del suelo con furia asesina. La infantería soviética vuela por los aires como si fuesen muñecos de trapo. También los carros de combate rusos, de varias toneladas de peso, salen despedidos hacia el cielo, donde se detienen durante unas milésimas de segundo para, a continuación, llover desde allí arriba convertidos en rutilantes amasijos de chatarra y restos humanos.
Los “Órganos de Stalin” soviéticos machacan toda la ciudad.
Llegado el atardecer, las primeras avanzadillas del Ejército Rojo logran irrumpir en el Reichstag. Afuera, la desolación es absoluta. Centenares de cadáveres, esparcidos por todas partes, yacen unos junto a otros en posiciones grotescas. Sus armas, inseparables compañeras hasta el último aliento de sus dueños, aún vomitan hilos de humo por los cañones. Han trabajado sin cesar desde bien temprano. Los restos sin vida de rusos y alemanes, enemigos hasta hace unos instantes, ahora emprenden juntos el camino hacia la eternidad. Numerosas PPSh-41 y MP-40, abandonadas sobre el manto de fango en que se ha convertido Königsplatz, son recuperadas por aquellos soldados del Ejército Rojo que, en breve, recibirán la orden de asaltar el Reichstag. Entre sus muros resulta más adecuado vérselas con el enemigo armado con un subfusil antes que con un simple Mosin Nagant de cerrojo.
La madrugada del primer día de Mayo no concede tregua en la lucha. Dentro del Reichstag, los combates tienen lugar en los pasillos, en escaleras y sótanos. Pugna sin cuartel. Habitación por habitación. El cuerpo a cuerpo es inevitable. Quienes defienden el edificio gubernamental saben que se encuentran entre la espada y la pared, pues no esperan piedad de los rusos. No queda otra salvo resistir hasta el final. El fanatismo nada tiene que ver ya con ideologías, todo se resume a intentar salvar la vida propia, la del camarada herido o moribundo que se desangra al lado de quien aún aguanta en pie, más o menos de una pieza, para disparar a quemarropa contra todo soldado soviético que osa pisar allí dentro.
Interior del Reichstag, tras los combates, donde aún se aprecian los restos de la barbarie.
Cada estancia se ha transformado en un fortín. Auténticas fortalezas defendidas por hombres desesperados por sobrevivir un día más. El Ejército Rojo paga muy cara la tentativa de colocar la bandera rusa en lo alto del Reichstag en un definitivo gesto triunfal. Toda estancia tomada a la fuerza se traduce en una sangría de hombres para las tropas de Stalin.
Pese a ello, los comandantes soviéticos lanzan más y más hombres a la trituradora de carne en que se ha tornado aquel fantasmagórico edificio, lúgubre, destrozado por los obuses, donde la única fuente de iluminación procede de velas, candiles y los intermitentes fogonazos de las armas y las explosiones de las granadas de mano. La electricidad es un lujo inaccesible que se ha desvanecido.
Durante todo el día, pese a los esfuerzos del Ejército Rojo por hacer hincar la rodilla de una vez por todas a su eterno enemigo, tienen lugar salvajes refriegas entre los castigados muros del Reichstag. Las unidades de la Wehrmacht y de las Waffen SS allí destinadas se resisten a sucumbir. Sin cesar, las MP-40 de unos y otros vomitan plomo a un ritmo frenético. Acorralados, los defensores reculan hacia lo más profundo del sótano, donde se revuelven con brío en un intento desesperado por contener la ofensiva rusa. Allí abajo, heridos y sanitarios se ven inmersos en la lucha, primitiva, inmisericorde.
Tableteos de subfusiles y granadas de mano son la banda sonora de aquella jornada. Centenares de casquillos de nueve milímetros se tienden como una alfombra bajo los pies de los últimos guardianes del símbolo político por excelencia del Tercer Reich. Incontables MP-40 aún restallan entre las tinieblas. También los fusiles de asalto StG-44 y las Luger alemanas se suman a la ensordecedora sinfonía.
Por su parte, la infantería rusa, con sus PPSh-41 en ristre, barren parapetos y estancias casi a ciegas, pues el humo inunda cada esquina del sótano. El intenso olor a muerte, explosivos y pólvora quemada impregna los pulmones de los que aún viven para proseguir la lucha.
Vista exterior del Reichstag. En primer término, un 8,8 cm. alemán empleado como desesperada defensa antitanque.
Con las últimas horas del día, la lucha parece llegar a su fin... Eso es lo que creen algunos soldados rusos, confiados al ver que varios grupos de alemanes han resuelto optar por la rendición antes que saborear la muerte en aquel escenario de pesadilla. Pronto despertarán de ese sueño irreal.
Varios altos mandos del Ejército Rojo, horas atrás, también soñaban con izar la bandera rusa en lo alto del Reichstag para, a modo de regalo, ofrecer la capitulación de Berlín a Stalin el simbólico 1 de Mayo.
Apenas un reducido grupo de soldados, casi al concluir el día 30 de Abril, fue capaz de hacer ondear algo parecido a una bandera roja en el tejado. Pronto tuvieron que recular, pues la lucha arrasaba el edificio de arriba abajo.
Fue tras el amanecer del día 2 de Mayo cuando, por fin, un oficial alemán, el general Weidling, firmó la capitulación. Restaban unos minutos para que los relojes marcasen las nueve de la mañana. Relojes como los del soldado ruso que portaba en su muñeca al ser retratado para la eternidad por la cámara de Yevgueni Jaldéi.
Instantánea original que, retocada con posterioridad para dotarla de mayor dramatismo y librarla de posibles interpretaciones sobre el saqueo cometido por los infantes soviéticos, permanece grabada en nuestras retinas.
Aquellas primeras horas del 2 de Mayo, en el interior del Reichstag, resonaron los últimos disparos según el sol emprendía su camino hacia lo más alto del firmamento. Soldados alemanes, desconocedores de la rendición firmada por Weidling, todavía se resistían a capitular. Como en otros puntos de la ciudad fantasmal, pequeños grupos se negaban a asumir el fin de las hostilidades. Parapetados entre ruinas, hambrientos, sin agua y con los últimos cartuchos insertados en el cargador de sus armas, no tardaron en ser arrollados bajo una lluvia de plomo devastadora.
Realista ilustración de Antonio Gil que nos muestra un puñado de Waffen SS franceses, de los últimos defensores de Berlín, en encarnizada lucha con infantes del Ejército Rojo.
Los soldados soviéticos encargados de reducir las bolsas de resistencia en el sótano del Reichstag descubrieron, al retornar la calma tras furiosas horas de combates, que sus enemigos yacían sobre un manto de cascotes, adornados con casquillos que reflejaban la tenue luz de las linternas.
Como otros tantos, un infante ruso se reclinó sobre el cadáver de un oficial alemán, cuyo uniforme, ensangrentado y polvoriento, mostraba orgulloso varias condecoraciones. Aquel hombre, exánime, aún aferrado a su arma, parecía no querer desprenderse de la pieza de ingeniería letal que le acompañaba en su lecho de muerte.
Soldados soviéticos en el tejado del Reichstag alzan la bandera de la URSS.
Un arma que, junto a su dueño, había visto tiempos mejores, cuando a bordo de un semioruga había combatido en Francia. Un arma que también había tomado parte en otros escenarios, como el norte de África e Italia. Pero un arma que, de un modo inevitable, había sido testigo de excepción de las últimas horas de vida del régimen de Adolf Hitler en la misma capital del Tercer Reich.
Sí, aquel soldado ruso, joven y de mirada curiosa, cuya atención se centraba en el oficial horadado por las balas, no quiso dejar pasar la oportunidad de regresar a la Madre Patria con un recuerdo valioso, simbólico, legendario a partir de aquel mismo instante… Se trataba de una MP-40 cuya superficie, con una pátina característica causada por el paso del tiempo, reflejaba el haz de luz proyectada por la linterna de aquel infante llegado desde los Urales.
Asida con fuerza, alzó la MP-40 en el aire y, tras contener un grito de victoria en su garganta, la agitó en el aire para mostrársela a sus compañeros de pelotón.
La guerra había concluido.
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Un artículo de nuestro bloguero invitado: Daniel Ortega del Pozo.